La protesta de los médicos residentes del Hospital Garrahan, uno de los emblemas de la salud pública en la Argentina, no es solo un conflicto laboral: es el síntoma de una enfermedad mucho más grave que atraviesa al Estado bajo la actual administración nacional. El silencio del Gobierno ante un reclamo elemental de recomposición salarial, la amenaza de sanciones y despidos, y la liviandad con que el presidente Javier Milei descalifica a quienes sostienen el sistema sanitario, constituyen una radiografía descarnada de un modelo que prioriza la planilla de Excel sobre el rostro de un niño enfermo.
El Garrahan no es una entelequia: es la red de vidas que se salvan a diario gracias a la vocación de sus trabajadores, al compromiso profesional de sus médicos y a una historia que lo convirtió en referente regional. En ese contexto, los dichos del Presidente –quien habló de “ñoquis del kirchnerismo” en lugar de reconocer la crítica situación de los residentes– exponen una peligrosa banalización del conflicto y un desprecio por el valor humano de la medicina pública. Mientras las y los residentes advierten que no pueden sostener más jornadas de 70 horas por menos de 800 mil pesos, el Gobierno responde con amenazas de descuentos y desafectaciones.
La política sanitaria no puede gestionarse desde la lógica punitiva. Lo que Milei presenta como un acto de racionalidad económica es, en los hechos, un proceso de desmantelamiento. Y es también una decisión profundamente ideológica: se abandona a los médicos porque se abandona a los hospitales, y se abandona a los hospitales porque se renuncia a la idea misma de salud pública como derecho.
En medio del ajuste más agresivo de las últimas décadas, el Gobierno eligió ensañarse con quienes encarnan la defensa del sistema. El intento de disciplinar a los trabajadores del Garrahan a través del miedo no solo revela una actitud autoritaria, sino también una preocupante desconexión con la realidad. No hay diálogo, no hay propuesta, no hay empatía: solo hay castigo.
Frente a esta política de hostigamiento, los residentes siguen luchando. Lo hacen con dignidad, con razones técnicas, con cifras irrefutables y, sobre todo, con la convicción de que su lugar está al lado del paciente, no frente a las cámaras. Pero cuando el Estado se ausenta, cuando el Ministerio de Salud actúa como un gerente de recursos y no como garante de derechos, esa lucha se vuelve doblemente cuesta arriba.
Cristina Fernández de Kirchner fue una de las pocas figuras con peso institucional que entendió la gravedad del momento. “¿Con los niños enfermos también?”, le preguntó a Milei con justeza. No es una chicana: es la interpelación que millones de argentinos se hacen cada vez que ven que el ajuste no discrimina entre el gasto superfluo y el oxígeno de un respirador.
Es hora de que el Gobierno revise su rumbo, no por cálculo político, sino por humanidad. Porque el capital humano que se está perdiendo en la salud pública no se recupera con decretos ni conferencias. Se recupera con inversión, con diálogo y con una mínima sensibilidad hacia quienes todos los días enfrentan la enfermedad con una vocación que no entra en los balances.
El ajuste puede desfinanciar hospitales. Lo que no puede, lo que no debe, es anestesiar las conciencias. Porque sin salud pública, no hay República. Y sin médicos, no hay futuro.