Fragmentada por los nacionalismos y distraída por los juegos de poder, la humanidad se encuentra en un punto de inflexión. Nos enfrentamos a crisis globales que amenazan nuestra supervivencia y, sin embargo, seguimos sin un propósito común arraigado en la solidaridad y el cuidado mutuo. Esta -nuestra incapacidad para reconocer nuestro destino compartido- es la verdadera crisis de nuestro tiempo.
Cada nación se aferra a su derecho soberano a actuar en su propio interés: hacer tratos, cerrar fronteras y extraer valor del sistema mundial. Esto no es nuevo, pero es cada vez más peligroso. El Sur Global se esfuerza por reclamar protagonismo tras siglos de dominación. África quiere forjar su futuro sin injerencias externas. Asia está sacando a millones de personas de la pobreza gracias a su rápido desarrollo. Mientras tanto, las potencias occidentales siguen ejerciendo su dominio mediante sanciones, militarización y coerción económica. Bajo la bandera de un «mundo multipolar», el orden político mundial está reciclando la misma lógica hegemónica, sólo que con nuevos nombres. Ambos lados de la división política parecen creer que la militarización y la intimidación son medios legítimos para consolidar esta fragmentación, todo ello en nombre de la «seguridad».
Pero las realidades de nuestro tiempo exigen algo radicalmente distinto.
El COVID-19 arrasó el planeta, ignorando fronteras, lenguas y religiones. La catástrofe climática está cada vez más cerca. El poder incontrolado de las empresas alimenta la desigualdad y la destrucción del medio ambiente. Estas crisis no discriminan y no pueden ser resueltas únicamente por naciones individuales.
Todo lo que la humanidad ha desarrollado -lenguaje, tecnología, religión, agricultura- nos ha llevado a este momento. Ahora nos enfrentamos a la verdad ineludible de nuestra interdependencia. Existimos juntos en esta Tierra. Sobrevivimos juntos o no sobrevivimos. Tenemos la obligación moral de transformar esa unidad en una realidad viva.
La tragedia es que no tenemos un proyecto unificador. Ningún objetivo compartido a la altura de nuestro potencial humano. A pesar de nuestros vastos conocimientos y poderosas herramientas, no hemos sabido responder a la pregunta más sencilla: ¿Por qué estamos aquí? Ahí es donde debemos dirigir nuestra energía.
En lugar de ello, seguimos atrapados en el interés propio a corto plazo, tanto personal como nacional. Protegemos lo nuestro a costa de los demás. Pero si queremos sobrevivir como especie -y no sólo como naciones en competencia- debemos invertir el rumbo. Debemos dejar de confundir soberanía con fuerza. La verdadera fuerza reside en la solidaridad.
Entonces, ¿para qué estamos aquí, como seres humanos? ¿Qué podríamos crear juntos si alineáramos nuestra energía con nuestra conciencia? ¿Y si la medida de la soberanía no fuera la ferocidad con la que protegemos nuestras fronteras, sino la profundidad con la que protegemos la dignidad humana en todas partes?
Poseemos conocimientos, tecnología y ciencia más allá de lo que nuestros antepasados podrían haber imaginado. Para avanzar, debemos trascender nuestro «egoísmo», tanto personal como nacional, y empezar a imaginar otro futuro, uno en el que la solidaridad, y no la soberanía, marque el camino.
Si queremos sobrevivir como especie -y no sólo como naciones- debemos plantearnos urgentemente la única pregunta que importa: ¿Qué podemos construir juntos?
Fuente: Pressenza – David Andersson