No fue un gesto simbólico, sino una declaración de principios. Desde su elección en 2013, el Papa Francisco eligió habitar la habitación 201 de la Casa Santa Marta, lejos de los mármoles, frescos y terciopelos del Palacio Apostólico. Allí, entre un crucifijo, una cama sencilla, una lámpara de lectura y su inseparable mate, transcurrieron los años más transformadores de la Iglesia en el siglo XXI.
Esa elección de vivir como uno más entre los empleados y sacerdotes del Vaticano no fue decorativa: fue su modo de ejercer el poder espiritual sin poder terrenal. Lo dijo él mismo, a través de su entorno más íntimo: “Necesitaba estar cerca de la gente”. En palabras de Monseñor Guillermo Karcher, uno de sus más cercanos colaboradores, se trató de una convicción profunda, casi mística.
Allí, en ese cuarto sin balcones ni privilegios, comenzaban sus días a las 4:45 de la mañana, entre oraciones, diarios impresos y tangos de Gardel. Francisco evitaba internet y prefería el contacto cara a cara. Su desayuno era sencillo: café y yogur descremado. Y sus comidas, compartidas con empleados y visitantes, sin jerarquías.
Incluso su muerte fue fiel a ese estilo. Nada de ritos ostentosos. Su velorio tuvo lugar en la capilla de la misma Casa Santa Marta, con un ataúd austero y sin ornamentaciones, tal como él lo había pedido. Sin protocolo grandilocuente, sin espectáculo: solo recogimiento.
La habitación 201 no fue apenas un sitio. Fue una forma de vivir y de liderar. Allí latía una Iglesia que se quiso más cercana, más humana, más despojada. Francisco eligió no ser príncipe, sino pastor. Y desde ese pequeño cuarto —más que desde cualquier púlpito— predicó con el ejemplo.