En el silencio milenario del suelo patagónico, un gigante olvidado comenzó a revelar su historia. No fue de golpe ni con estruendo, sino en la paciencia obstinada de la ciencia argentina que, con pinceles y bisturís, fue liberando del polvo del tiempo los huesos de una criatura que habitó este rincón del planeta hace más de 90 millones de años. Su nombre es Cienciargentina sanchezi, y su hallazgo, en un yacimiento cercano a Villa El Chocón, Neuquén, vuelve a conectar el presente con un pasado remoto en el que la tierra temblaba bajo el peso de los saurópodos.
De cuello largo, cuerpo colosal y vida vegetariana, esta nueva especie caminó entre helechos y coníferas cuando la cordillera aún era promesa. Sus restos —unos 44 huesos, algunos pertenecientes a un ejemplar bastante completo— emergieron del sitio conocido como “La Antena”, parte de la Formación Huincul, un tesoro geológico que ha ido entregando sus secretos a cuentagotas desde los años 90. Pero fue recién ahora, tras años de investigación, que el rompecabezas tomó forma y el dinosaurio obtuvo su nombre, uno cargado de sentido.

Cienciargentina no solo alude a la criatura, sino al entramado humano que permitió conocerla: un homenaje a la ciencia local, esa que muchas veces resiste en condiciones adversas, con presupuestos que tiemblan más que la tierra prehistórica. Y el epíteto sanchezi honra a la paleontóloga Teresa Sánchez, mentora y referente en un campo donde la pasión suele ser tan imprescindible como el conocimiento. Su legado vive ahora en los huesos de un animal que jamás conoció al ser humano, pero que hoy lo interpela desde el fondo de los tiempos.
Leonardo Salgado, quien dirigió la investigación junto a María Edith Simón —autora de la tesis doctoral que fue la raíz de este descubrimiento—, explica que este saurópodo se diferencia de sus parientes por particularidades en las vértebras y el fémur, y que representa uno de los últimos diplodocoideos antes del cambio de era que trajo a los titanosaurios al centro de la escena cretácica.
Pero más allá de los datos técnicos, lo que vibra es la imagen de ese cuello extendido hacia el cielo, de un ser que convivía con los volcanes y los mares interiores, de una criatura cuya existencia parece un eco lejano y, sin embargo, nos toca. Porque cada hallazgo de este tipo es una ventana a lo que fuimos y a lo que la Tierra fue sin nosotros: un mundo inmenso, diverso y ajeno a nuestras urgencias.
En tiempos de vértigo digital y noticias fugaces, un hueso enterrado durante millones de años nos recuerda que hay historias que se cocinan lento. Y que en la profundidad de la Patagonia todavía queda mucho por descubrir. Allí, donde el viento canta entre las rocas, los gigantes aún susurran su verdad.