El rey Carlos III aterrizó en Ottawa envuelto en banderas y protocolo, con la misión simbólica de reafirmar la soberanía canadiense ante las insinuaciones anexionistas de Donald Trump. La visita fue promovida por el primer ministro Mark Carney como un gesto de unidad nacional frente a las amenazas externas, y el monarca británico fue invitado a pronunciar un inusual discurso del trono, un hecho que no ocurría desde 1977.
El mensaje fue claro: Canadá no es ni será parte del Estados Unidos de Trump, y la monarquía británica sigue siendo un respaldo institucional —aunque remoto— de su autonomía. Las palabras de Mary Simon, la gobernadora general indígena, subrayaron el «vínculo constitucional» que ha acompañado a Canadá en su camino hacia la independencia. Un gesto de respaldo a la soberanía en tiempos de incertidumbre geopolítica. Todo muy decoroso. Todo muy digno.
Pero el problema está en el espejo.
Mientras Carlos III se presenta como garante de la autonomía canadiense, el Reino Unido sigue ocupando militarmente las Islas Malvinas, territorio argentino arrebatado en 1833 por la fuerza y mantenido hasta hoy contra toda lógica de autodeterminación regional. El mismo poder imperial que se presta como escudo para la soberanía de sus aliados, ignora los reclamos históricos, democráticos y diplomáticos de América del Sur, en particular de Argentina.
Es un gesto con doble vara. El rey que lanza discos de hockey en un barrio canadiense para celebrar la identidad nacional, es también el jefe de Estado de un país que militariza el Atlántico Sur, rechaza resoluciones de la ONU y se aferra a un enclave colonial del siglo XIX. Lo que en Canadá es una reafirmación de soberanía, en Malvinas es ocupación prolongada.
La visita de Carlos a Ottawa intenta también borrar el malestar que generó la invitación británica a Donald Trump —formulada en nombre del rey— durante un momento en el que el expresidente estadounidense sugería una eventual anexión de Canadá. Un desliz diplomático que Carney busca enmendar con una dosis de pompa real. Pero en términos latinoamericanos, ese mismo «gesto simbólico» revela la incomodidad de una monarquía que elige con pinzas a qué soberanías respalda y a cuáles ignora.
Mientras tanto, en el sur del mundo, las Malvinas siguen esperando una visita distinta. No para reforzar una usurpación, sino para reparar una injusticia histórica.