En nombre de la “libertad” económica y la desesperación por dólares frescos, el gobierno de Javier Milei avanza con una amnistía financiera que, de concretarse, transformaría a la Argentina en un paraíso fiscal al servicio del crimen organizado. La medida, presentada como un simple blanqueo de capitales, equivale en los hechos a desactivar los sistemas de control que impiden el ingreso de fondos provenientes del narcotráfico, la trata, el contrabando y la corrupción. El resultado: abrir las puertas al dinero sucio, blanquear el delito y poner en riesgo al país en el plano internacional.
La iniciativa pretende eliminar los Reportes de Operación Sospechosa (ROS), herramienta clave para detectar operaciones ilícitas. Esto no solo contraviene leyes locales vigentes, sino que deja en una situación penal comprometida a los funcionarios que la promuevan: jueces de Comodoro Py advirtieron que podría configurarse una “instigación al lavado de dinero”.
El antecedente no es nuevo. La Argentina ya estuvo en la “lista gris” del GAFI (Grupo de Acción Financiera Internacional), una categoría que señalaba a los países usados por el crimen organizado para mover dinero. Salir de esa nómina fue un proceso largo y costoso en términos diplomáticos. Volver allí sería una regresión que podría traer sanciones, aislamiento financiero y un nuevo deterioro de la imagen país.
Expertos en prevención del lavado recuerdan que el ingreso de dinero delictivo no es solo una cuestión técnica: distorsiona la economía, la competencia, la política y el Estado de derecho. El narcotráfico opera con capital sin costo, y eso le permite comprar campos, empresas, autos de lujo, propiedades, favores judiciales y bancas legislativas. No es teoría: pasó con Pablo Escobar en Colombia y con figuras como Carlos Salvatore o Ignacio Álvarez Meyendorff en la Argentina.
El propio José Sbatella, extitular de la UIF, advirtió que la maniobra de Milei vuelve a poner al país “en camino de la lista gris” y denuncia un claro guiño a los narcos: “el blanqueo sin controles es competencia desleal para la economía legal y abre el camino a que el crimen organizado adquiera poder económico, político y judicial”.
Las pruebas sobran. La organización brasileña PCC, con base en Nordelta, lavó millones a través del mercado inmobiliario. Otro tanto ocurrió con Edgardo Kueider, exsenador, detenido con 250 mil dólares sin declarar y rastreado por compras inmobiliarias. La advertencia es clara: cuando se facilita la entrada de dinero sin preguntar su origen, lo único que crece es el delito.
Mientras la Casa Rosada confía en una eventual intervención de Donald Trump para salvar la situación internacional, el gobierno de Milei apuesta al cortoplacismo más temerario. El problema no es solo jurídico, es estructural: abrir las compuertas a fondos ilegales es abrir la puerta a un Estado colonizado por el crimen.
Y en esa pendiente, no se trata solo de ilegalidad. Se trata de soberanía. Se trata de democracia. Se trata de quién manda: ¿el Estado o el dinero que lo compra?