por Serge Bilé*
Capítulo I
Konzentrationslager
Es un país que poca gente conseguiría situar sin dudar en el mapa del mundo. Un país del que casi no se habla. Un país olvidado. Solo con su pasado. Solo con su drama.
Sin embargo es allí donde empezó todo, es exactamente allí donde nació el nazismo antes de tiempo, allí donde se experimentaron los primeros campos de concentración mucho antes de la Segunda Guerra Mundial, allí donde se pusieron las bases de la solución final antes de la llegada de Adolf Hitler.
Este país, inmenso y desértico, es Namibia, donde la espantosa historia ha sido hasta ahora eclipsada por la de su potente y omnipresente vecino, Sudáfrica, con el que comparte frontera y sufrimientos comunes.
Cuando los primeros colonos alemanes desembarcaron en sus costas, en 1870, Namibia era un mosaico de pueblos, dividido entre los ovambo, los kavango, los nama y también los herero. Una división de la que por cierto disfrutaron los alemanes para aventurarse e instalarse en el interior de las tierras.
Los alemanes descubrieron rápidamente las riquezas del subsuelo namibiano, rico en cobre y sobre todo en diamantes. Para explotar estas minas y sofocar toda veleidad de protesta, el canciller Otto von Bismarck nombró en 1884 un gobernador civil encargado de administrar la nueva colonia.
Este hombre, cuyo apellido llegó a ser después tristemente común, fue Heinrich Goering, el padre de Hermann Goering, que se convertirá más tarde en uno de los más altos dignatarios nazis.
Heinrich Goering, para cumplir con su labor, recurrió a métodos expeditivos: desplazamiento de poblaciones recluidas en reservas raciales y reducidas a la esclavitud, ejecuciones sumarias en caso de resistencia y confiscación sistemática de las tierras y el ganado.
Una segregación y una barbarie a las que se opuso enérgicamente un pequeño pueblo de pastores, los herero, dirigido por un jefe valiente y obstinado, Samuel Maharero, que preconizó, para expulsar a los alemanes del país, crear el más amplio frente posible.
«Toda nuestra docilidad y paciencia hacia los alemanes no nos sirven de nada, puesto que cada día nos fusilan por nada», escribió el 11 de enero de 1903 a los demás jefes de tribus para exhortarles a la revuelta. Hermanos, no os limitéis a vuestra primera negativa de participar al levantamiento, sino haced de manera que toda África combata a los alemanes. Mejor morir juntos en lugar de morir de malos tratos, en prisión o aún de otras maneras.»
La misiva se quedó sin respuesta. Cansados, los herero deciden un año más tarde, el 11 de enero de 1904, lanzarse solos a la batalla. Atacaron una guarnición alemana en Okahandja, asesinaron a un centenar de colonos y destruyeron las líneas telefónicas y el ferrocarril.
Una verdadera humillación para los alemanes, que no se detuvieron hasta vengarse, respaldados por refuerzos que no tardaron en llegar. Tres mil hombres y un nuevo comandante en jefe conocido por su brutalidad y su mano de hierro, el general Lothar von Trotha.
Von Trotha confirmó su reputación lanzando desde el 2 de octubre de 1904, por increíble que pueda parecer, una orden de exterminio (Vernichtungsbefehl) contra los herero.
«Yo, general de las tropas alemanas, dirijo esta carta al pueblo herero. Los herero no son de hoy en adelante súbditos alemanes. Todos los herero deben abandonar el país. Si no lo hacen, yo les obligaré a ello con mis grandes cañones. Todo herero divisado en el interior de las fronteras alemanas (namibianas) con o sin arma, con o sin ganado, será abatido. No acepto ninguna mujer ni ningún niño. Deben irse o morir. No habrá ningún prisionero varón. Todos serán fusilados. Ésta es mi decisión para los herero.»
Una decisión llevada a la práctica de inmediato con una minucia y una estrategia diabólicas.
Hombres, mujeres y niños herero fueron sistemáticamente exterminados. Los supervivientes fueron perseguidos, atenazados y empujados metódicamente hacia el desierto donde murieron de agotamiento, de hambre y sed. Los alemanes se habían cuidado de envenenar antes el agua de los pozos…
Reprimida la revuelta, la alegría estalló en los campos de los verdugos, como lo demuestra este informe de misión de una patrulla alemana:
«El bloqueo despiadado de las zonas desérticas durante meses ha dado el último toque a la obra de eliminación. A la llegada de la estación de lluvias hemos encontrado esqueletos que yacían en torno a pozos secos, de una profundidad de doce a quince metros, que los herero habían excavado en vano en busca de agua. Los estertores de los moribundos y sus gritos de locura furiosa se acallaron en el silencio sublime del infinito. El castigo se ha aplicado. Los herero han dejado de ser un pueblo independiente.»
El balance es espantoso: sesenta mil muertos, o sea, más del 80% de la población de los herero eliminada en pocos meses. Un verdadero genocidio. Pero en Alemania algunas voces acabaron por alzarse al comprender que esta carnicería iba a privar a la colonia de… mano de obra. La orden de exterminio de von Trotha fue finalmente levantada.
Los quince mil herero supervivientes, esencialmente mujeres, fueron apresados y reagrupados en lo que los alemanes llamaron ya konzentrationslager, «campos» de concentración. El término fue utilizado oficialmente por primera vez en un telegrama de la cancillería, fechado el 14 de enero de 1905.
Desde su llegada a estos campos de trabajos forzados, cercados por altas alambradas de espino, los herero eran tatuados con dos letras: GH, Gefangener Herero, lo que significa: herero capturado.
Lo que sigue es un testimonio británico del drama, Hendrik Fraser cuenta:
«Cuando llegué a Swakopmund, vi muchos prisioneros de guerra herero. Las mujeres tenían que trabajar como los hombres. El trabajo era agotador. Tenían que empujar carretillas llenas hasta arriba durante una distancia de diez kilómetros. Morían literalmente de hambre. Las que no trabajaban eran salvajemente azotadas. Yo mismo vi mujeres golpeadas con picos. Los soldados alemanes abusaban de ellas para satisfacer sus necesidades sexuales.»
Otro testimonio, también terrorífico, es el de un jefe herero, Traugott Tjienda, enviado él también a uno de estos campos:
«Nuestra gente, que salía de entre los arbustos, fue inmediatamente obligada al trabajo. Los hombres apenas tenían piel sobre los huesos. Estaban tan delgados que se podía ver a través de sus huesos. Parecían palos de escoba.»
Malnutrición, malos tratos, ejecuciones sumarias de los enfermos y los más débiles, al cabo de un año apenas quedaban 7.862 herero, es decir, la mitad de los detenidos, que murieron en cautividad. Pero el calvario no se acaba aquí. Los alemanes, demasiado felices de disponer en esos campos de una mano de obra gratuita, aprovechan para practicar todo tipo de experimentos antropológicos, científicos y médicos, transformando de repente a los desgraciados prisioneros herero en verdaderos cobayas humanos.
Investigaciones que fueron dirigidas in situ por uno de los genetistas raciales alemanes más influyentes de la época, el doctor Eugen Fischer, que disecó en cadena cráneos y cuerpos de ahorcados herero y envió algunos cadáveres a las universidades alemanas con el fin de compartir sus experimentos con sus primeros discípulos.
Dirigió igualmente trabajos de esterilización sobre las mujeres herero para asegurarse de que las relaciones sexuales que mantenían con los colonos no amenazaran la pureza de la sangre alemana.
Era la mejor manera, a sus ojos, de impedir la mezcla racial que conducía inevitablemente, según él, a la «desaparición por disolución de la población blanca».
De regreso a Alemania, Eugen Fischer dirigió, con la llegada de Hitler, el instituto de antropología, de herencia humana y eugenesia de Berlín. Lógicamente colaboró con las SS, respaldado por su fiel asistente, el futuro verdugo de Auschwitz, Josef Mengele.
Fischer y Mengele aplicaron más adelante en los nuevos campos de concentración y de exterminio concebidos por los nazis todo lo que habían aprendido y experimentado impunemente en Namibia.
Pero esta vez a mayor escala.
Respecto a los herero, después del drama de 1904, no han cesado de luchar por el reconocimiento y la reparación de su genocidio, olvidado y negado hasta ahora. Un genocidio del que nadie, de hecho, se preocupó en la época, sin duda porque los afectados eran africanos.
Pero he aquí que, treinta y cinco años más tarde, con el estallido de la Segunda Guerra mundial, fue el mundo entero el que pagó el precio de ese abominable ultraje.
Traducción de Laura Remei Martínez-Buitrago
Título original: Noirs dans les camps nazis
Fuente: Pressenza
*Serge Bilé, nacido el 26 de junio de 1960 en Agboville Costa de Marfil), es un periodista y escritor franco-marfileño. Trabajó en la isla de la Martinica, en TV, presentó el diario televisado de julio 1994 a agosto 2019. Diplomado en la Escuela Superior de Periodismo de Lille (1988) trabajó para France3, Fraternité Matin, Africa[Quoi ?] y TV5. Después de obtener un master, fue periodista para RFO París en 1993, y luego, sucesivamente en RFO Guyana y RFO Martinica.